Cortesía de Saffry Rooster
¡Hola! Me crié con el apodo de Serafín y tengo veinticuatro años.
Iba caminando por una calle de Santo Domingo de Guzmán, en un sector de gente adinerada, que se conoce como Bella Vista.
No recuerdo el nombre de la vía y creo que nunca mas volvería a mi memoria, luego de haber tenido que huir y recorrer más de cuatro cuadras, hasta lograr escapar de un vigilante que me perseguía por haber tratado de coger una guayaba que pendía de un ramo de una mata que estaba en el solar de una residencia bajo su custodia.
En realidad, no pretendía comérmela!
Fue una acción cuasi infantil que me hizo recordar mis primeros andares en el trabuco de Loma Prieta, donde me crié y crecí junto a familiares de mis padres, quienes me salvaron de la creciente del río Papacote, que arrastró y se llevó a mis padres hasta nunca mas.
Allí, como las guayabas eran postres para vacas lecheras después del destete de sus respectivos becerros, nadie las comía.
Pero aquí, en cualquier calle de la ciudad, un vendedor aferrado a un teléfono móvil de última generación, pregona mediante altoparlantes las cosas que produce nuestra tierra a precios que dan ganas de llorar.
La prohibición infundía en mi animo algo antagonista a la trascendencia profunda de la naturaleza, que supone, el disfrute de sus frutos con igualdad de derechos para todos.
En eso radica, la denominada doctrina social de la iglesia, considerada como parte del falangismo que tuvo gran auge en Italia y en la península ibérica, basándose en el criterio de que “la justicia social debe igualar, de hecho, a todos los seres en lo tocante a los derechos de humanidad…”
Quizás la primera manifestación en procura de esa igualdad no es esa, pero se trata de la más notoria por la gran trascendencia que tuvieron las gestiones de Francisco Franco y Benito Mussolini en sus respectivos países.
Hoy en día, el Papa Francisco ha sido señalado como un ente público innovador y además con notorias ejecutorias en pro de la búsqueda de soluciones para atacar la desigualdad social.
De hecho, Francisco se ha mostrado como un inspirador para aumentar la ayuda a los más vulnerables y no ha encontrado el eco que se considera indispensable para lograr ese tipo de objetivo.
La propiedad privada es un derecho en las sociedades capitalistas, pero la desigualdad entre los dueños de inmensos predios agrícolas y los que derraman su sudor para labrar la tierra, sembrar el fruto y hacerlo producir es tan notoria, que trasciende los límites de lo justo para convertirse en explotación inmisericorde de los más desafortunados.
Perseguir a quien intenta coger un fruto de un árbol, sea por curiosidad o por hambre, no se justifica.
Este tipo de actitudes, muchas veces, es motivo de fuertes penas como cárcel o multas abusivas, dando lugar a que los recintos carcelarios estén llenos de pecadores veniales injustamente privados de libertad.
Además, esta desigualdad en la aplicación de la ley crea un sistema de justicia que beneficia a los poderosos y castiga a los desheredados de la fortuna.